“Los ojos de todos miran a ti, Y tú les das su alimento a su tiempo. Abres tu mano, Y satisfaces el deseo de todo ser viviente.” (Salmos 145:15, 16)
Dios hizo al hombre perfectamente santo y feliz; y la hermosa tierra no tenía, al salir de la mano del Creador, mancha de decadencia, ni sombra de maldición. La transgresión de la ley de Dios, de la ley de amor, fue lo que trajo consigo dolor y muerte. Sin embargo, en medio del sufrimiento resultante del pecado se manifiesta el amor de Dios. Está escrito que Dios maldijo la tierra por causa del hombre. (Génesis 3:17).
“Dios es amor” está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los hermosos pájaros que con sus preciosos cantos llenan el aire de melodías, las flores exquisitamente matizadas que en su perfección lo perfuman, los elevados árboles del bosque con su rico follaje de viviente verdor, todos atestiguan el tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y su deseo de hacer felices a sus hijos.

El Hijo de Dios descendió del cielo para revelar al Padre. “A Dios nadie jamás le ha visto: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer.” (Juan 1:18). “Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar.” (Mateo 11:27). Cuando uno de sus discípulos le dijo: “Muéstranos al Padre,” Jesús respondió: “Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo pues dices tú: muéstranos al Padre?” (Juan 14:8, 9).
Jesús dijo, describiendo su misión terrenal: Jehová “me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos, y a los ciegos recobro de la vista; para poner en libertad a los oprimidos.” (Lucas 4:18). Esta era su obra. Anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos de Satanás.
Había aldeas enteras donde no se oía un gemido de dolor en casa alguna, porque Él había pasado por ellas y sanado a todos sus enfermos. Su obra demostraba su unción divina. En cada acto de su vida revelaba amor, misericordia y compasión; su corazón rebosaba de tierna simpatía por los hijos de los hombres.
Tal fue el carácter que Cristo revelo en su vida. Tal es el carácter de Dios. Del corazón del Padre es de donde manan para todos los hijos de los hombres los ríos de la compasión divina, demostrada por Cristo. Jesús, el tierno y piadoso Salvador, era Dios “manifestado en la carne.” (1 Timoteo 3:16).
Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos. Se hizo “Varón de dolores” para que nosotros fuésemos hechos participantes del gozo eterno. Dios permitió que su Hijo amado, lleno de gracia y de verdad, viniese de un mundo de indescriptible gloria a esta tierra corrompida y manchada por el pecado, obscurecida por la sombra de muerte y maldición.

“El castigo de nuestra paz cayó sobre él, y por sus llagas nosotros sanamos.” (Isaías 53:5). ¡Míralo en el desierto, míralo en el Getsemaní, míralo sobre la cruz! El Hijo inmaculado de Dios tomó sobre sí la carga del pecado.
Cristo fue el medio por el cual el Padre pudo derramar su amor infinito sobre un mundo caído. “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo mismo al mundo.” (2 Corintios 5:19). Dios sufrió con su Hijo. En la agonía del Getsemaní, en la muerte del Calvario, el corazón del Amor infinito pago el precio de nuestra redención.
Nadie sino el Hijo de Dios podía efectuar nuestra redención; porque solo Él, que estaba en el seno del Padre, podía darle a conocer. Solo Él, que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios, podía manifestarlo. Nada que fuese inferior al infinito sacrificio hecho por Cristo en favor del hombre podía expresar el amor del Padre hacia la perdida humanidad.
Cristo es nuestro Sacrificio, nuestro Abogado, nuestro Hermano, que lleva nuestra forma humana delante del trono del Padre, y por las edades eternas será uno con la raza a la cual redimió: es el Hijo del hombre. Y todo esto para que el hombre fuese levantado de la ruina y degradación del pecado, para que reflejase el amor de Dios y compartiese el gozo de la santidad.

El precio pagado por nuestra redención, el sacrificio infinito que hizo nuestro Padre Celestial al entregar a su Hijo para que muriese por nosotros, debe darnos un concepto elevado de lo que podemos llegar a ser por intermedio de Cristo. Al considerar el inspirado apóstol Juan la “altura,” la “profundidad” y la “anchura” del amor del Padre hacia la raza que perecía, se llena de alabanzas y reverencia, y no pudiendo encontrar lenguaje adecuado con que expresar la grandeza y ternura de ese amor, exhorta al mundo a contemplarlo. “¡Mirad cual amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios!” (1 Juan 3:1).
Por la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo, los hijos de Adán pueden llegar a ser hijos de Dios. Al revestirse de la naturaleza humana, Cristo eleva a la humanidad. Al vincularse con Cristo, los hombres caídos son colocados donde pueden llegar a ser en verdad dignos del título de “hijos de Dios.”
Tal amor es incomparable. ¡Que podamos ser hijos del Rey celestial! ¡Promesa preciosa! ¡Tema digno de la más profunda meditación! ¡Incomparable amor de Dios para con un mundo que no le amaba! Este pensamiento ejerce un poder subyugador que somete el entendimiento a la voluntad de Dios. Cuanto más estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, mejor vemos la misericordia, la ternura y el perdón unidos a la equidad y la justicia, y más claramente discernimos las pruebas innumerables de un amor infinito y de una tierna piedad que sobrepuja la ardiente simpatía y los anhelosos sentimientos de la madre para con su hijo extraviado.
“Romperse puede todo lazo humano, Separarse el hermano del hermano, Olvidarse la madre de sus hijos, Variar los astros sus senderos fijos; Mas ciertamente nunca cambiara El amor providente de Jehová.”
Adaptación del libro “El camino a Cristo” by Elena G. de White (1827-1915), 1993