8º Paso: Colaborar

Por la felicidad de otros

El gozo de nuestro Salvador se cifraba en levantar y redimir a los hombres caídos. Para lograr este fin no considero su vida como cosa preciosa, sino que sufrió la cruz y menosprecio la deshonra. Así también los ángeles se dedican siempre a trabajar por la felicidad de otros. Esto constituye su gozo.

Cuando atesoramos el amor de Cristo en el corazón, así como una dulce fragancia, no puede ocultarse. Su santa influencia será sentida por todos aquellos con quienes nos relacionemos. El espíritu de Cristo en el corazón es como un manantial en un desierto, que se derrama para refrescarlo todo, y despertar en los que ya están por perecer ansias de beber del agua de la vida.

El amor al Señor Jesús se manifestará por el deseo de trabajar como Él trabajó, para beneficiar y elevar a la humanidad. Nos inspirará amor, ternura y simpatía por todas las criaturas que gozan del cuidado de nuestro Padre celestial.

La vida terrenal del Salvador no fue una vida de comodidad y devoción para sí, sino que Él trabajó con esfuerzo persistente, fervoroso e infatigable por la salvación de la perdida humanidad. «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.» (Mateo 20:28). Tal fue el gran objeto de su vida. Todo lo demás fue secundario y accesorio. Fue su comida y bebida hacer la voluntad de Dios y acabar su obra. En esta no hubo amor propio ni egoísmo.

Así también los que son participantes de la gracia de Cristo estarán dispuestos a hacer cualquier sacrificio para que los otros por quienes Él murió compartan el don celestial. Harán cuanto puedan para que su paso por el mundo lo mejore. Este espíritu es el fruto seguro del alma verdaderamente convertida. Tan pronto como uno acude a Cristo nace en el corazón un vivo deseo de hacer saber a otros cuan precioso amigo encontró en el Señor Jesús. La verdad salvadora y santificadora no puede permanecer encerrada en el corazón. Si estamos revestidos de la justicia de Cristo y rebosamos de gozo por la presencia de su Espíritu, no podremos guardar silencio. Si hemos probado y visto que el Señor es bueno, tendremos algo que decir a otros. Como Felipe cuando encontró al Salvador, invitaremos a otros a ir a Él. Procuraremos presentarles los atractivos de Cristo y las realidades invisibles del mundo venidero. Anhelaremos seguir en la senda que Jesús recorrió y desearemos que quienes nos rodean puedan ver al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» (Juan 1:29).

Y el esfuerzo por hacer bien a otros se tornará en bendiciones para nosotros mismos. Tal era el designio de Dios al darnos una parte que hacer en el plan de redención. El concedió a los hombres el privilegio de ser hechos participantes de la naturaleza divina y de difundir a su vez bendiciones para sus hermanos. Este es el honor más alto y el gozo mayor que Dios pueda conferir a los hombres. Los que así participan en trabajos de amor son los que más se acercan a su Creador.

Dios podría haber encomendado a los ángeles del cielo el mensaje del Evangelio y todo el ministerio de amor. Podría haber empleado otros medios para llevar a cabo su propósito. Pero en su amor infinito quiso hacernos colaboradores con Él, con Cristo y con los ángeles, para que compartiésemos la bendición, el gozo y la elevación espiritual que resultan de este abnegado ministerio.

El trabajo desinteresado por otros da al carácter profundidad, firmeza y una amabilidad como la de Cristo; trae paz y felicidad al que posea tal carácter. Las aspiraciones se elevan. No hay lugar para la pereza ni el egoísmo. Los que de esta manera ejerciten las gracias cristianas crecerán y se harán fuertes para trabajar por Dios. Tendrán claras percepciones espirituales, una fe firme y creciente y aumentará su poder en la oración. El Espíritu de Dios, que mueve el espíritu de ellos, pone en juego las sagradas armonías del alma, en respuesta al toque divino. Los que así se consagran a un esfuerzo desinteresado por el bien ajeno están obrando ciertamente su propia salvación.

La iglesia de Cristo es la intermediaria elegida por Dios para salvar a los hombres. Su misión es llevar el Evangelio al mundo. Esta obligación recae sobre todos los cristianos. Cada uno de nosotros, hasta donde lo permitan sus talentos y oportunidades, tiene que cumplir el mandato del Salvador. El amor de Cristo que nos ha sido revelado nos hace deudores de cuantos no lo conocen. Dios nos dio luz, no solo para nosotros, sino para que la derramemos sobre ellos.

No necesitamos ir a tierras de paganos—ni aun dejar el estrecho círculo del hogar, si allí nos retiene el deber—a fin de trabajar por Cristo. Podemos hacerlo en el seno del hogar, en la iglesia, entre aquellos con quienes nos asociamos y con quienes negociamos… Todo aquel que lleva el nombre de Cristo debe obrar de tal modo que otros, viendo sus buenas obras, sean inducidos a glorificar a su Creador y Redentor.

Con espíritu de amor, podemos ejecutar los deberes más humildes de la vida «como para el Señor.» (Colosenses 3:23). Si tenemos el amor de Dios en el corazón se manifestará en nuestra vida. El suave perfume de Cristo nos rodeará y nuestra influencia elevará y beneficiará a otros.

No debes esperar mejores oportunidades o capacidades extraordinarias para empezar a trabajar por Dios. No necesitas preocuparte de lo que el mundo dirá o pensará acerca de ti. Si tu vida diaria atestigua la pureza y sinceridad de tu fe, y los demás están convencidos de que deseas hacerles bien, tus esfuerzos no serán enteramente perdidos.

Los más humildes y más pobres de los discípulos de Jesús pueden ser una bendición para otros. Tal vez no crean que están haciendo algún bien especial, pero por su influencia inconsciente pueden iniciar olas de bendición que se extenderán y profundizaran, cuyos benditos resultados ellos mismos desconocerán hasta el día de la recompensa final. No les parece que estén haciendo algo grande. No necesitan cargarse de ansiedad por el éxito. Basta que sigan adelante quedamente, haciendo fielmente la obra que la providencia de Dios les asigne, y no habrán vivido en vano. Sus propias almas reflejarán cada vez mejor la semejanza de Cristo; son colaboradores de Dios en esta vida, y se están preparando para la obra más elevada y el gozo sin sombra de la vida venidera.

Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993

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