Como Árbol de Justicia

En la escritura se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo se habla de los recién convertidos a Cristo como de «niños recién nacidos,» que deben ir «creciendo» (1 Pedro 2:2; Efesios 4:15) hasta llegar a la estatura de hombres en Cristo Jesús. Como la buena simiente en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías dice que serán «llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado.» (Isaías 61:3). Se sacan así ilustraciones del mundo natural para ayudarnos a entender mejor las verdades misteriosas de la vida espiritual.
Lo que sucede con la vida, sucede con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a la simiente desarrollar «primero hierba, luego espiga, luego grano lleno en la espiga.» (Marcos 4:28). El profeta Oseas dice que Israel «echará flores como el lirio.» «Serán revivificados como el trigo, y florecerán como la vid.» (Oseas 14:5, 7)… El niño no puede por su solicitud o poder propio añadir algo a su estatura. Ni tu puedes por tu solicitud o esfuerzo conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen al recibir de la atmosfera circundante aquello que sostiene su vida: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, llega a serlo Cristo para los que en El confían. Él es su «luz eterna,» «escudo y sol.» (Isaías 60:19; Salmos 84:11). Sera «como el rocío a Israel.» «Descenderá como la lluvia sobre el césped cortado.» (Oseas 14:5; Salmos 72:6). Él es el agua viva, «el pan de Dios… que descendió del cielo, y da vida al mundo.» (Juan 6:33).
Como la flor se vuelve hacia el sol para que los brillantes rayos le ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos volvernos hacia el Sol de justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros y nuestro carácter se transforme a la imagen de Cristo.
El Señor Jesús enseña la misma cosa cuando dice: «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como no puede el sarmiento llevar fruto de sí mismo, si no permaneciere en la vid, así tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí … Porque separados de mi nada podéis hacer.» (Juan 15:4, 5). Como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación, así también vosotros necesitáis el auxilio de Cristo para poder vivir una vida santa. Fuera de Él no tienes vida.
Solo estando en comunión con Él diariamente y permaneciendo en Él cada hora es como hemos de crecer en la gracia. Él no es solamente el autor de nuestra fe sino también su consumador. Ocupa el primer lugar, el último y todo otro lugar. Estará con nosotros, no solo al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino. David dice: «A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque estando él a mi diestra, no resbalaré.» (Salmos 16:8).
«El justo… vivirá por la fe.» (Hebreos 10:38). Te has entregado a Dios para ser completamente suyo, para servirle y obedecerle, y aceptaste a Cristo como tu Salvador… Por la fe llegaste a ser de Cristo, y por la fe tienes que crecer en Él, dando y recibiendo. Tienes que darle todo: el corazón, la voluntad, la vida, darte a Él para obedecerle en todo lo que te pida; y debes recibirlo todo: a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que more en tu corazón, sea tu fuerza, justicia, eterno Auxiliador, y te dé poder para obedecer.

Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: «Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Úsame hoy en tu servicio. Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en ti.» Este es un asunto diario. Cada mañana, conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a Él, para ponerlos en práctica o abandonarlos, según te lo indicare su providencia. Podrás así poner cada día tu vida en las manos de Dios, y ella será cada vez más semejante a la de Cristo.
El Señor dice: «Permaneced en mí.» Estas palabras expresan una idea de descanso, estabilidad, confianza. También nos invita: «¡Venid a mí… y os daré descanso!» (Mateo 11:28). Las palabras del salmista hacen resaltar el mismo pensamiento: «Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia.» E Isaías asegura que «en quietud y en confianza será vuestra fortaleza.» (Salmos 37:7; Isaías 30:15). Este descanso no se obtiene en la inactividad; porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso va unida con un llamamiento a trabajar: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y… hallaréis descanso.» (Mateo 11:29). El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el más ardiente y activo en el trabajo para Él.
Hablemos del Señor Jesús y pensemos en Él. Piérdase en Él nuestra personalidad. Desterremos toda duda; disipemos nuestros temores. Digamos con el apóstol Pablo: «Vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amo, y se dio a si mismo por mí.» (Gálatas 2:20). Reposemos en Dios. Él puede guardar lo que le hemos confiado. Si nos ponemos en sus manos, nos hará más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.
Juan, el discípulo amado, el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del Salvador, no poseía por naturaleza esa belleza de carácter. No solo hacía valer sus derechos y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Sin embargo, cuando se le manifestó el carácter divino de Cristo, vio su propia deficiencia y este conocimiento le humilló. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que vio en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de admiración y amor. De día en día su corazón era atraído hacia Cristo, hasta que en su amor por su Maestro perdió de vista su propio yo. Su genio rencoroso y ambicioso cedió al poder transformador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo transformó su carácter. Tal es el seguro resultado de la unión con Jesús. Cuando Cristo mora en el corazón, la naturaleza entera se transforma. El Espíritu de Cristo y su amor enternecen el corazón, subyugan el alma y elevan los pensamientos y deseos a Dios y al cielo.
Cristo oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con Él, como Él es uno con el Padre. ¡Cuán preciosa unión! Si Cristo está en nuestro corazón, obrará en nosotros «el querer como el hacer, por su buena voluntad.» (Filipenses 2:13). Obraremos como Él obró; manifestaremos el mismo espíritu. Amándole y morando en Él, creceremos «en todos respectos en el que es la cabeza, es decir, en Cristo.» (Efesios 4:15).
Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993