6º Paso: Renovación

Transformación completa

«Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura; las cosas viejas pasaron ya, he aquí que todo se ha hecho nuevo.» (2 Corintios 5:17).

Es posible que una persona no sepa indicar el momento y lugar exactos de su conversión, o que no pueda tal vez señalar el encadenamiento de circunstancias que la llevaron a ese momento; pero esto no prueba que no se haya convertido. Cristo dijo a Nicodemo: «El viento de donde quiere sopla; y oyes su sonido, mas no sabes de donde viene, ni a donde va: así es todo aquel que es nacido del Espíritu.» (Juan 3:8). Como el viento es invisible y, sin embargo, se ven y se sienten claramente sus efectos, así también obra el Espíritu de Dios en el corazón humano. El poder regenerador, que ningún ojo humano puede ver, engendra una vida nueva en el alma; crea un nuevo ser conforme a la imagen de Dios.

Aunque la obra del Espíritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos son manifiestos. Cuando el corazón ha sido renovado por el Espíritu de Dios, el hecho se revela en la vida. Si bien no podemos hacer cosa alguna para cambiar nuestro corazón, ni para ponernos en armonía con Dios; si bien no debemos confiar para nada en nosotros mismos ni en nuestras buenas obras, nuestra vida demostrará si la gracia de Dios mora en nosotros. Se notará un cambio en el carácter, en las costumbres y ocupaciones. El contraste entre lo que eran antes y lo que son ahora será muy claro e inequívoco. El carácter se da a conocer, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecuten, sino por la tendencia de las palabras y de los actos habituales en la vida diaria.

Es cierto que puede haber una conducta externa correcta sin el poder renovador de Cristo. El amor a la influencia y el deseo de ser estimado por los demás pueden producir una vida bien ordenada. El respeto propio puede impulsarnos a evitar las apariencias de mal. Un corazón egoísta puede realizar actos de generosidad. ¿De qué medio nos valdremos, entonces, para saber de parte de quien estamos?

¿Quién posee nuestro corazón? ¿Con quién están nuestros pensamientos? ¿De quién nos gusta hablar? ¿Para quién son nuestros más ardientes afectos y nuestras mejores energías? Si somos de Cristo, nuestros pensamientos están con Él y le dedicamos nuestras más gratas reflexiones. Le hemos consagrado todo lo que tenemos y somos. Anhelamos ser semejantes a Él, tener su Espíritu, hacer su voluntad y agradarle en todo.

Los que llegan a ser nuevas criaturas en Cristo Jesús producen los frutos de su Espíritu: «amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza.» (Gálatas 5:22, 23)… Aman ahora las cosas que en un tiempo aborrecían, y aborrecen las cosas que en otro tiempo amaban. El que era orgulloso y dominador es ahora manso y humilde de corazón. El que antes era vano y altanero, es ahora serio y discreto. El que antes era borracho, es ahora sobrio y el que era libertino, puro. Han dejado las costumbres y modas vanas del mundo. Los cristianos no buscan «el adorno exterior,» sino que «sea adornado el hombre interior del corazón, con la ropa imperecedera de un espíritu manso y sosegado.» (1 Pedro 3:3, 4).

La hermosura del carácter de Cristo ha de verse en los que le siguen. Él se deleitaba en hacer la voluntad de Dios… El amor es de Dios; el corazón inconverso no puede producirlo u originarlo. Se encuentra solamente en el corazón donde Cristo reina. «Nosotros amamos, por cuanto él nos amó primero.» (1 Juan 4:19).

La obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de la misma naturaleza de su Autor; es la personificación del gran principio del amor, y es, por lo tanto, el fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones están renovados a la semejanza de Dios, si el amor divino está implantado en el alma, ¿no se cumplirá la ley de Dios en nuestra vida? Cuando el principio del amor es implantado en el corazón, cuando el hombre es renovado a la imagen del que lo creo, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: «Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré.» (Hebreos 10:16). Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida? La obediencia, es decir el servicio y la lealtad que se rinden por amor, es la verdadera prueba del discipulado. Por esto dice la Escritura: «Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos.» «El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él.» (1 Juan 5:3; 2:4). En vez de eximir al hombre de la obediencia, la fe, y solo ella, nos hace participantes de la gracia de Cristo, y nos capacita para obedecer.

La condición para alcanzar la vida eterna es ahora exactamente la misma de siempre, tal cual era en el paraíso antes de la caída de nuestros primeros padres: la perfecta obediencia a la ley de Dios, la perfecta justicia.

Cristo cambia el corazón, y habita allí por la fe. Debes mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de tu voluntad a Él. Mientras lo hagas, Él obrará en ti para que queras y hagas conforme a su beneplácito. Así podrás decir: «Aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amo, y se dio a si mismo por mí.» (Gálatas 2:20).

Mediante la verdadera fe el corazón se renueva conforme a la imagen de Dios. Y el corazón que en su estado inconverso no se sujetaba a la ley de Dios ni tampoco podía, se deleita después en sus santos preceptos y exclama con el salmista: «¡Oh cuanto amo tu ley! Todo el día es ella mi meditación.» (Salmos 119:97). Entonces la justicia de la ley se cumple en nosotros, los que no andamos «conforme a la carne, mas conforme al espíritu.» (Romanos 8:1).

A menudo tenemos que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y equivocaciones; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos desechados ni abandonados por Dios. No; Cristo está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros. Dice el discípulo amado: «Estas cosas os escribo, para que no pequéis. Y si alguno pecare, abogado tenemos para con el Padre, a saber, a Jesucristo el Justo.» (1 Juan 2:1).

Cuanto más cerca estés de Jesús, más imperfecto te reconocerás; porque verás tanto más claramente tus defectos a la luz del contraste de su perfecta naturaleza. Esta es una señal cierta de que los engaños de Satanás han perdido su poder, y de que el Espíritu de Dios te está despertando.

No puede existir amor profundo hacia el Señor Jesús en el corazón que no comprende su propia perversidad. El alma transformada por la gracia de Cristo admirará el divino carácter de Él; pero cuando no vemos nuestra propia deformidad moral damos prueba inequívoca de que no hemos vislumbrado la belleza y excelencia de Cristo.

Cuanto más nos impulse hacia Él y hacia la Palabra de Dios el sentimiento de nuestra necesidad, tanto más elevada visión tendremos del carácter de nuestro Redentor y con tanta mayor plenitud reflejaremos su imagen.

Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993

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