De todo corazón

La promesa de Dios es: «Me buscareis y me hallareis cuando me buscareis de todo vuestro corazón.» (Jeremías 29:13).
Debemos dar a Dios todo el corazón, o no se realizará el cambio que se ha de efectuar en nosotros, por el cual hemos de ser transformados conforme a la semejanza divina. Por naturaleza estamos enemistados con Dios…
La guerra contra nosotros mismos es la batalla más grande que jamás se haya reñido. El rendirse a sí mismo, entregando todo a la voluntad de Dios, requiere una lucha; y, para que el alma sea renovada en santidad, debe someterse antes a Dios.
El gobierno de Dios no se funda en una sumisión ciega ni en una reglamentación irracional, como Satanás quiere hacerlo aparecer. Al contrario, apela al entendimiento y a la conciencia. «¡Venid, pues, y arguyamos juntos!» (Isaías 1:18) es la invitación del Creador a los seres que formó. Dios no fuerza la voluntad de sus criaturas. No puede aceptar un homenaje que no le sea otorgado voluntaria e inteligentemente. Una mera sumisión forzada impediría todo desarrollo real del entendimiento y del carácter: haría del hombre un simple autómata… A nosotros nos toca decidir si queremos ser libres de la esclavitud del pecado para compartir la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Al consagramos a Dios, debemos necesariamente abandonar todo aquello que nos separaría de Él. Por esto dice el Salvador: «Así, pues, cada uno de vosotros que no renuncia a todo cuanto posee, no puede ser mi discípulo.» (Lucas 14:33). Debemos renunciar a todo lo que aleje de Dios nuestro corazón… El amor al dinero y el deseo de acumular fortunas constituyen una cadena de oro que tiene a muchos sujetos a Satanás. Otros adoran la reputación y los honores del mundo. Una vida de comodidad egoísta, libre de responsabilidad, es el ídolo de otros. Pero estos lazos de servidumbre deben romperse. No podemos consagrar una parte de nuestro corazón al Señor, y la otra al mundo.
Hay quienes profesan servir a Dios a la vez que confían en sus propios esfuerzos para obedecer su ley, desarrollar un carácter recto y asegurarse la salvación. Sus corazones no son movidos por algún sentimiento profundo del amor de Cristo, sino que procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios les exige para ganar el cielo. Una religión tal no tiene valor alguno. Cuando Cristo mora en el corazón, el alma rebosa de tal manera de su amor y del gozo de su comunión, que se aferra a Él; y contemplándole se olvida de sí misma. El amor a Cristo es el móvil de sus acciones.
Los que sienten el amor de Dios no preguntan cuánto es lo menos que pueden darle para satisfacer lo que Él requiere; no preguntan cuál es la norma más baja que acepta, sino que aspiran a una vida de completa conformidad con la voluntad de su Redentor. Con ardiente deseo lo entregan todo y manifiestan un interés proporcional al valor del objeto que procuran.

¿Crees que es un sacrificio demasiado grande darlo todo a Cristo? Pregúntate: «¿Qué dio Cristo por mí?» El Hijo de Dios lo dio todo para redimirnos: vida, amor y sufrimientos. ¿Es posible que nosotros, seres indignos de tan grande amor, rehusemos entregarle nuestro corazón? Cada momento de nuestra vida hemos compartido las bendiciones de su gracia, y por esta misma razón no podemos comprender plenamente las profundidades de la ignorancia y la miseria de que hemos sido salvados. ¿Es posible que veamos a Aquel a quien traspasaron nuestros pecados y continuemos, sin embargo, menospreciando todo su amor y sacrificio?
Todo el cielo está interesado en la felicidad del hombre. Nuestro Padre celestial no cierra las avenidas del gozo a ninguna de sus criaturas. Los requerimientos de Dios nos invitan a rehuir todos los placeres que traen consigo sufrimiento y contratiempos, que nos cierran la puerta de la felicidad y del cielo. El Redentor del mundo acepta a los hombres tales como son, con todas sus necesidades, imperfecciones y debilidades; y no solamente los limpiará de pecado y les concederá redención por su sangre, sino que satisfará el anhelo de todos los que consientan en llevar su yugo y su carga. Es su designio dar paz y descanso a todos los que acudan a Él en busca del pan de vida. Solo nos pide que cumplamos los deberes que guíen nuestros pasos a las alturas de una felicidad que los desobedientes no pueden alcanzar.
Dios dio a los hombres el poder de elegir; a ellos les toca ejercerlo. No puedes cambiar tu corazón, ni dar por ti mismo tus afectos a Dios; pero puedes escoger servirle. Puedes darle tu voluntad, para que Él obre en ti tanto el querer como el hacer, según su voluntad. De ese modo tu naturaleza entera estará bajo el dominio del Espíritu de Cristo, tus afectos se concentrarán en él y tus pensamientos se pondrán en armonía con Él.
Desear ser bondadosos y santos es rectísimo; pero si no pasas de esto, de nada te valdrá. Muchos se perderán esperando y deseando ser cristianos. No llegan al punto de dar su voluntad a Dios. No deciden ser cristianos ahora.
Por medio del debido ejercicio de la voluntad, puede obrarse un cambio completo en tu vida. Al dar tu voluntad a Cristo, te unes con el poder que está sobre todo principado y potestad. Tendrás fuerza de lo alto para sostenerte firme, y rindiéndote así constantemente a Dios serás fortalecido para vivir una vida nueva, es a saber, la vida de la fe.
Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993