2º Paso: Arrepentimiento

Vuélvete a Dios

¿Cómo debemos ir a Cristo? Muchos formulan hoy la misma pregunta que hizo la multitud el día de Pentecostés, cuando, convencida de pecado, exclamo: «¿Que haremos?» La primera palabra de la contestación del apóstol Pedro fue: «Arrepentíos.» Poco después, en otra ocasión, dijo: «Arrepentíos pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados.» (Hechos 2:38; 3:19).

El arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciamos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad. Mientras no lo repudiemos de corazón, no habrá cambio real en nuestra vida… Muchas personas se entristecen por haber pecado, y aun se reforman exteriormente, porque temen que su mala vida les acarree sufrimientos… Tal fue el pesar de Esaú cuando vio que había perdido su primogenitura para siempre. Balaám, aterrorizado por el ángel que estaba en su camino con la espada desenvainada, reconoció su culpa porque temía perder la vida, mas no experimento un sincero arrepentimiento del pecado; no cambio de propósito ni aborreció el mal. Judas Iscariote, después de traicionar a su Señor, exclamo: «¡He pecado entregando la sangre inocente!» (Mateo 27:4). Esta confesión fue arrancada a su alma culpable por un tremendo sentimiento de condenación y una pavorosa expectación de juicio… pero no experimento profundo quebrantamiento de corazón ni dolor en su alma por haber traicionado al Hijo inmaculado de Dios y negado al Santo de Israel.

Todos los mencionados lamentaban los resultados del pecado, pero no experimentaban pesar por el pecado mismo.

Pero cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. «La Luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo», (Juan 1:9) ilumina las cámaras secretas del alma, y quedan reveladas las cosas ocultas. La convicción se posesiona de la mente y del corazón. El pecador reconoce entonces la justicia de Jehová, y siente terror de aparecer en su iniquidad e impureza delante del que escudriña los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza. Ansía ser purificado y restituido a la comunión del cielo.

La oración de David después de su caída ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue sincero y profundo. No se esforzó el por atenuar su culpa y su oración no fue inspirada por el deseo de escapar al juicio que le amenazaba. David veía la enormidad de su transgresión y la contaminación de su alma; aborrecía su pecado. No solo pidió perdón, sino también que su corazón fuese purificado. Anhelaba el gozo de la santidad y ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Este era el lenguaje de su alma:

«¡Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado! ¡Bienaventurado el hombre a quien Jehová no atribuye la iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño!» (Salmos 32:1, 2).

«¡Apiádate de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la muchedumbre de tus piedades borra mis transgresiones! … Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado esta siempre delante de mí…. ¡Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve! … ¡Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí! ¡No me eches de tu presencia, y no me quites tu santo Espíritu! ¡Restitúyeme el gozo de tu salvación, y el Espíritu de gracia me sustente! … ¡Líbrame del delito de sangre, oh Dios, el Dios de mi salvación! ¡Cante mi lengua tu justicia!» (Salmos 51:1-14).

Cuando Cristo nos induce a mirar su cruz y a contemplar a Aquel que fue traspasado por nuestros pecados, el mandamiento se graba en nuestra conciencia. Se nos revela la maldad de nuestra vida, el pecado profundamente arraigado en nuestra alma. Comenzamos a entender algo de la justicia de Cristo, y decimos: «¿Qué es el pecado, para que haya exigido tal sacrificio por la redención de su víctima? ¿Fueron necesarios todo este amor, todo este sufrimiento, toda esta humillación, para que no pereciéramos, sino que tuviésemos vida eterna?».

Si no te resistes a este llamado, serás atraídos a Jesús; el conocimiento del plan de la salvación te guiará al pie de la cruz, arrepentido de tus pecados, los cuales causaron los sufrimientos del amado Hijo de Dios.

La misma Inteligencia divina que obra en las cosas de la naturaleza habla al corazón de los hombres, y crea en él un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del mundo no pueden satisfacer su ansia. El Espíritu de Dios les suplica que busquen las únicas cosas que pueden dar paz y descanso: la gracia de Cristo y el gozo de la santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles, nuestro Salvador está constantemente obrando para atraer el corazón de los hombres y llevarlos de los vanos placeres del pecado a las bendiciones infinitas que pueden obtener de Él. A todas esas almas que procuran vanamente beber en las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje divino: «El que tiene sed, ¡venga! ¡y el que quiera, tome del agua de la vida, de balde!» (Apocalipsis 22:17).

Pídele ahora a Dios que te dé arrepentimiento, que te revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza absoluta. En la vida del Salvador, fueron perfectamente ejemplificados los principios de la ley de Dios: el amor a Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado fueron la vida de su alma. Cuando contemplas al Redentor, y su luz te inunda, es cuando puedes ver la pecaminosidad de tu corazón.

Si percibes tu condición pecaminosa, no aguardes hasta hacerte mejor a ti mismo. ¡Cuántos hay que piensan que no son bastante buenos para ir a Cristo! ¿Esperan hacerse mejores por sus propios esfuerzos? «¿Puede el etíope cambiar el color de su piel, o el leopardo sus manchas? Así, tampoco podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer el mal.» (Jeremías 13:23). Únicamente en Dios hay ayuda para nosotros. No debemos permanecer en espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades, o de tener un carácter más santo. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tales como somos.

Ten cuidado con los retrasos. No postergues la obra de abandonar tus pecados y buscar la pureza del corazón por medio del Señor Jesús. En esto es donde miles y miles han errado a costa de su perdición eterna. Cristo está listo para libertarnos del pecado, pero no fuerza la voluntad…

Estudia la Palabra de Dios con oración. Ella te presenta, en la ley de Dios y en la vida de Cristo, los grandes principios de la santidad, «sin la cual nadie vera al Señor.» (Hebreos 12:14). Convence de pecado; revela plenamente el camino de la salvación. Préstale atención como a la voz de Dios hablando a tu vida.

Cuando Satanás acude a decirte que eres un gran pecador, alza los ojos a tu Redentor y habla de sus méritos. Lo que te ayudará será mirar su luz. Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Timoteo 1:15) y que puedes ser salvo por su incomparable amor… Los méritos de su sacrificio son suficientes para presentarlos al Padre en nuestro favor. Aquellos a quienes ha perdonado más le amarán más, y estarán más cerca de su trono para alabarle por su grande amor y su sacrificio infinito. Cuanto más plenamente comprendemos el amor de Dios, mejor nos percatamos de la pecaminosidad del pecado. Cuando vemos cuan larga es la cadena que se nos arrojó para rescatarnos, cuando entendemos algo del sacrificio infinito que Cristo hizo en nuestro favor, nuestro corazón se derrite de ternura y contrición.

Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993

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