Evidencias de Fe

Muchos, especialmente los que son jóvenes en la vida cristiana, se sienten a veces turbados por las insinuaciones del escepticismo. Hay en la Escritura muchas cosas que no se pueden explicar, ni siquiera percibir, y Satanás las emplea para hacer vacilar su fe en las Santas Escrituras como revelación de Dios. Preguntan: «¿Cómo sabré cual es el buen camino? Si la Biblia es en verdad la Palabra de Dios, ¿cómo puedo librarme de estas dudas y perplejidades?»
Dios nunca nos exige que creamos sin darnos suficiente evidencia sobre la cual fundar nuestra fe. Su existencia, su carácter, la veracidad de su Palabra, todas estas cosas están establecidas por abundantes testimonios que apelan a nuestra razón. Sin embargo, Dios no ha quitado toda posibilidad de dudar. Nuestra fe debe reposar sobre evidencias, no sobre demostraciones. Los que quieran dudar tendrán oportunidad de hacerlo, al paso que los que realmente deseen conocer la verdad encontraran abundante evidencia sobre la cual basar su fe.
Es imposible para el espíritu finito del hombre comprender plenamente el carácter de las obras del Infinito. Para la inteligencia más perspicaz, para el espíritu más ilustrado, aquel Santo Ser debe siempre permanecer envuelto en el misterio. «¿Puedes tú descubrir las cosas recónditas de Dios? ¿Puedes hasta lo sumo llegar a conocer al Todopoderoso? Ello es alto como el cielo, ¿qué podrás hacer? Más hondo es que el infierno, ¿qué podrás saber?» (Job 11:7, 8).
El apóstol Pablo exclama: «¡Oh profundidad de las riquezas, así de la sabiduría como de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios, e ininvestigables sus caminos!» (Romanos 11:33). Mas aunque «nubes y tinieblas están alrededor de él; justicia y juicio son el asiento de su trono.» (Salmos 97:2). Podemos comprender lo suficiente de su trato con nosotros y los motivos que le impulsan, para discernir en Él un amor y misericordia sin límites unidos a un poder infinito. Podemos entender de sus designios cuanto es bueno que sepamos; y más allá de esto debemos seguir confiando en su mano omnipotente y en su corazón lleno de amor.
La Palabra de Dios, como el carácter de su divino Autor, presenta misterios que nunca podrán ser plenamente comprendidos por seres finitos. La entrada del pecado en el mundo, la encarnación de Cristo, la regeneración, la resurrección y otros muchos asuntos que se presentan en la Sagrada Escritura son misterios demasiado profundos para que la mente humana los explique, o siquiera los entienda plenamente. Pero no tenemos motivo para dudar de la Palabra de Dios porque no podamos comprender los misterios de la providencia de Él. En el mundo natural estamos siempre rodeados de misterios que no podemos penetrar. Aun las formas más humildes de vida presentan un problema que el más sabio de los filósofos es incapaz de explicar. Por doquiera se ven maravillas que superan nuestro conocimiento. ¿Debemos sorprendernos de que en el mundo espiritual haya también misterios que no podamos sondear? La dificultad estriba únicamente en la debilidad y estrechez del espíritu humano. Dios nos ha dado en las Santas Escrituras pruebas suficientes de su carácter divino, y no debemos dudar de su Palabra porque no podamos entender los misterios de su providencia.

El apóstol Pedro dice que hay en las Escrituras «cosas difíciles de entender, que los ignorantes e inconstantes tuercen, … para su propia destrucción.» (2 Pedro 3:16). Los incrédulos han presentado las dificultades de las Sagradas Escrituras como argumento contra ellas; pero distan tanto de serlo que constituyen en realidad una poderosa evidencia de su inspiración divina. Si no contuvieran acerca de Dios sino aquello que fácilmente pudiéramos comprender, si su grandeza y majestad pudieran ser abarcadas por inteligencias finitas, entonces la Biblia no llevaría las credenciales inequívocas de la autoridad divina. La misma grandeza y los mismos misterios de los temas presentados deben inspirar fe en ella como Palabra de Dios.
La Escritura presenta la verdad con tal sencillez y con una adaptación tan perfecta a las necesidades y los anhelos del corazón humano, que ha asombrado y encantado a los espíritus más cultivados, al mismo tiempo que capacita al más humilde e incauto para discernir el camino de la salvación. Sin embargo, estas verdades sencillamente declaradas tratan asuntos tan elevados, de tanta trascendencia, tan infinitamente fuera del alcance de la comprensión humana, que solo podemos aceptarlas porque Dios nos las ha declarado. Así queda el plan de la redención expuesto delante de nosotros de modo que toda alma pueda ver los pasos que debe dar a fin de arrepentirse para con Dios y tener fe en nuestro Señor Jesucristo y salvarse de la manera señalada por Dios. Sin embargo, bajo estas verdades tan comprensibles existen misterios que son el escondedero de la gloria del Señor, misterios que abruman la mente que los indaga, aunque inspiran fe y reverencia al sincero investigador de la verdad. Cuanto más escudriña este la Biblia, tanto más se profundiza su convicción de que es la Palabra del Dios vivo, y la razón humana se postra ante la majestad de la revelación divina.
Reconocer que no podemos entender plenamente las grandes verdades de la Escritura no es sino admitir que la mente finita no basta para abarcar lo infinito; que el hombre, con su limitado conocimiento humano, no puede comprender los designios de la Omnisciencia.
Es bueno estudiar detenidamente las enseñanzas de la Escritura e investigar «las profundidades de Dios» hasta donde se revelan en ella, porque si bien «las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios,» «las reveladas nos pertenecen a nosotros.» (Deuteronomio 29:29). Pero Satanás obra para pervertir las facultades de investigación del entendimiento. Cierto orgullo se mezcla con la consideración de la verdad bíblica, de modo que cuando los hombres no pueden explicar todas sus partes como quieren se impacientan y se sienten derrotados.
Dios desea que el hombre haga uso de su facultad de razonar, y el estudio de la Sagrada Escritura fortalece y eleva la mente como ningún otro estudio puede hacerlo. Con todo, debemos cuidarnos de no deificar la razón, que está sujeta a las debilidades y flaquezas de la humanidad. Si no queremos que las Sagradas Escrituras estén veladas para nuestro entendimiento de modo que no podamos comprender ni las verdades más simples, debemos tener la sencillez y la fe de un niño, estar dispuestos a aprender e implorar la ayuda del Espíritu Santo. El conocimiento del poder y la sabiduría de Dios y la conciencia de nuestra incapacidad para comprender su grandeza, deben inspirarnos humildad, y hemos de abrir su Palabra con santo temor, como si compareciéramos ante Él. Cuando nos acercamos a la Escritura nuestra razón debe reconocer una autoridad superior a ella misma, y el corazón y la inteligencia deben postrarse ante el gran yo soy.
Cristo dijo: «Si alguno quisiere hacer su voluntad, conocerá de mi enseñanza.» (Juan 7:17). En vez de dudar y cavilar tocante a lo que no entiendes, presta atención a la luz que ya brilla sobre ti, y recibirás mayor luz. Mediante la gracia de Cristo, cumple todos los deberes que hayas llegado a entender, y serás capaz de comprender y cumplir aquellos de los cuales todavía tienes dudas.
Dios nos invita a probar por nosotros mismos la realidad de su Palabra, la verdad de sus promesas. Él nos dice: «Gustad y ved que Jehová es bueno.» (Salmos 34:8).
«Ahora vemos obscuramente, como por medio de un espejo, mas entonces, cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré, así como también soy conocido.» (1 Corintios 13:12).
Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993