10º Paso: Orar con fe

Abre tu corazón

Dios nos habla por la naturaleza y por la revelación, por su providencia y por la influencia de su Espíritu. Pero esto no basta; necesitamos abrirle nuestro corazón. A fin de tener vida y energía espirituales debemos tener verdadero intercambio con nuestro Padre celestial. Nuestra mente puede ser atraída hacia Él; podemos meditar en sus obras, sus misericordias, sus bendiciones; pero esto no es, en el sentido pleno de la palabra, estar en comunión con Él. Para ponernos en comunión con Dios debemos tener algo que decirle tocante a nuestra vida real.

Orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo. No es que se necesite esto para que Dios sepa lo que somos, sino a fin de capacitarnos para recibirle. La oración no baja a Dios hacia nosotros, antes bien nos eleva a Él.

Cuando Jesús estuvo sobre la tierra, enseñó a sus discípulos a orar. Les enseñó a presentar a Dios sus necesidades diarias y a confiarle toda su solicitud. Y la seguridad que les dio de que sus oraciones serían oídas nos es dada también a nosotros.

El Señor Jesús mismo, cuando habitó entre los hombres, oraba frecuentemente. Nuestro Salvador se identificó con nuestras necesidades y flaquezas al convertirse en un suplicante que imploraba de su Padre nueva provisión de fuerza, para avanzar vigorizado para el deber y la prueba. Él es nuestro ejemplo en todas las cosas. Es un hermano en nuestras debilidades, «tentado en todo así como nosotros,» pero como ser inmaculado, rehuyó el mal; su alma sufrió las luchas y torturas de un mundo de pecado. Como humano, la oración fue para Él una necesidad y un privilegio. Encontraba consuelo y gozo en la comunión con su Padre. Y si el Salvador de los hombres, el Hijo de Dios, sintió la necesidad de orar, ¡cuánto más nosotros, débiles mortales, manchados por el pecado, no debemos sentir la necesidad de orar con fervor y constancia!

Los ángeles se deleitan en postrarse delante de Dios y en estar cerca de Él. Es su mayor delicia estar en comunión con Dios; y con todo, los hijos de los hombres, que tanto necesitan la ayuda que solo Dios puede dar, parecen satisfechos con andar privados de la luz de su Espíritu y de la compañía de su presencia.

Las tinieblas del malo cercan a aquellos que descuidan la oración. Las tentaciones secretas del enemigo los incitan al pecado; y todo porque ellos no se valen del privilegio de orar que Dios les ha concedido. ¿Por qué los hijos e hijas de Dios han de ser tan remisos para orar, cuando la oración es la llave en la mano de la fe para abrir el almacén del cielo, donde están atesorados los recursos infinitos de la Omnipotencia? Sin oración incesante y vigilancia diligente corremos el riesgo de volvernos indiferentes y de desviarnos del sendero recto. Nuestro adversario procura constantemente obstruir el camino al propiciatorio, para que no obtengamos, mediante fervientes suplicas y fe, gracia y poder para resistir la tentación.

Hay ciertas condiciones de acuerdo con las cuales podemos esperar que Dios oiga y conteste nuestras oraciones. Una de las primeras es que sintamos necesidad de la ayuda que Él puede dar.

Nos dice: «Pedid, y se os dará.» (Mateo 7:7). Y «el que ni aun a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar también de pura gracia, todas las cosas juntamente con él?» (Romanos 8:32).

Si toleramos la iniquidad en nuestro corazón, si nos aferramos a algún pecado conocido, el Señor no nos oirá: mas la oración del alma arrepentida y contrita será siempre aceptada. Cuando hayamos confesado con corazón contrito, y reparado en lo posible todos nuestros pecados conocidos, podremos esperar que Dios contestará nuestras oraciones. Nuestros propios méritos no nos recomiendan a la gracia de Dios. Es el mérito del Señor Jesús lo que nos salva y su sangre lo que nos limpia; sin embargo, nosotros tenemos una obra que hacer para cumplir las condiciones de la aceptación. La oración eficaz tiene otro elemento: la fe. «Porque es preciso que el que viene a Dios, crea que existe, y que se ha constituido remunerador de los que le buscan.» (Hebreos 11:6). El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Todo cuanto pidiereis en la oración, creed que lo recibisteis ya; y lo tendréis.» (Marcos 11:24). ¿Crees al pie de la letra todo lo que nos dice?

Por supuesto, pretender que nuestras oraciones sean siempre contestadas en la misma forma y según la cosa particular que pidamos, es presunción. Dios es demasiado sabio para equivocarse, y demasiado bueno para negar un bien a los que andan en integridad. Así que no temas confiar en Él, aunque no veas la inmediata respuesta a tus oraciones. Confía en la seguridad de su promesa: «Pedid, y se os dará

Por la oración sincera nos ponemos en comunicación con la mente del Infinito. Quizás no tengamos al instante alguna prueba notable de que el rostro de nuestro Redentor se inclina hacia nosotros con compasión y amor; y sin embargo es así. Tal vez no sintamos su toque manifiesto, mas su mano se extiende sobre nosotros con amor y piadosa ternura.

La perseverancia en la oración ha sido constituida en condición para recibir. Debemos orar siempre si queremos crecer en fe y en experiencia. Debemos ser «perseverantes en la oración.» (Romanos 12:12). «Perseverad en la oración, velando en ella, con acciones de gracia.» (Colosenses 4:2). El apóstol Pedro exhorta a los cristianos a que sean «sobrios, y vigilantes en las oraciones.» (1 Pedro 4:7). El apóstol Pablo aconseja: «En todas las circunstancias, por medio de la oración y la plegaria, con acciones de gracias, dense a conocer vuestras peticiones a Dios.» (Filipenses 4:6). Dice Judas: «Vosotros empero, hermanos… orando en el Espíritu Santo, guardaos en el amor de Dios.» (Judas 20, 21). Orar sin cesar es mantener una unión continua del alma con Dios, de modo que la vida de Dios fluya a la nuestra, y de nuestra vida la pureza y la santidad refluyan a Dios.

Es necesario ser diligentes en la oración; ninguna cosa te lo impida. Has cuanto puedas para que haya una comunión continua entre el Señor Jesús y tú. Aprovecha toda oportunidad de ir adonde se suela orar. Los que están realmente procurando mantenerse en comunión con Dios asistirán a los cultos de oración, serán fieles en cumplir su deber, y ávidos y ansiosos de cosechar todos los beneficios que puedan alcanzar. Aprovecharán toda oportunidad de colocarse donde puedan recibir rayos de luz celestial.

Debemos orar también en el círculo de nuestra familia; y sobre todo no descuidar la oración privada, porque ella es la vida del alma. Es imposible que el alma florezca cuando se descuida la oración. La sola oración publica o con la familia no es suficiente. En medio de la soledad, abre tu alma al ojo penetrante de Dios. La oración secreta solo debe ser oída por el Dios que oye las oraciones. Ningún oído curioso debe recibir el peso de tales peticiones. En la oración privada el alma está libre de las influencias del ambiente, libre de excitación. Tranquila, pero fervientemente se elevará la oración hacia Dios. Dulce y permanente será la influencia que dimana de Aquel que ve en lo secreto, cuyo oído está abierto a la oración que brota del corazón. Por una fe sencilla y serena el alma se mantiene en comunión con Dios, y recoge los rayos de la luz divina para fortalecerse y sostenerse en la lucha contra Satanás. Dios es el castillo de nuestra fortaleza.

No hay tiempo o lugar en que sea impropio orar a Dios. No hay nada que pueda impedirte elevar tu corazón en ferviente oración. En medio de las multitudes de las calles o en medio de una sesión de nuestros negocios, podemos elevar a Dios una oración e implorar la dirección divina, como lo hizo Nehemías cuando presentó una petición delante del rey Artajerjes. Dondequiera que estemos podemos estar en comunión con Dios. Debemos tener abierta de continuo la puerta del corazón e invitar siempre al Señor Jesús a venir y morar en nuestra alma como huésped celestial.

Aunque estemos rodeados de una atmosfera corrompida y mancillada, no necesitamos respirar sus emanaciones; antes bien podemos vivir en el ambiente limpio del cielo. Elevando el alma a Dios mediante la oración sincera podemos cerrar la entrada a toda imaginación impura y a todo pensamiento impío. Aquellos cuyo corazón esté abierto para recibir el apoyo y la bendición de Dios andarán en una atmósfera más santa que la del mundo y tendrán constante comunión con el cielo.

Presenta a Dios tus necesidades, tristezas, gozos, cuidados y temores. No puedes agobiarle ni cansarle. El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos. «Porque el Señor es muy misericordioso y compasivo.» (Santiago 5:11)… Ninguna cosa es demasiado grande para que Él no la pueda soportar, pues sostiene los mundos y rige todos los asuntos del universo. Ninguna cosa que de alguna manera afecte nuestra paz es tan pequeña que Él no la note. No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan obscuro que Él no lo pueda leer, ni perplejidad tan grande que no la pueda desenredar. Ninguna calamidad puede acaecer al más pequeño de sus hijos, ninguna ansiedad puede asaltar el alma, ningún gozo alegrar, ninguna oración sincera escaparse de los labios, sin que el Padre celestial lo note, sin que tome en ello un interés inmediato. Él «sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas.» (Salmos 147:3). Las relaciones entre Dios y cada una de las almas son tan claras y plenas como si no hubiese otra alma por la cual hubiera dado a su Hijo amado.

El Señor Jesús decía: «Pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; porque el Padre mismo os ama.» (Juan 16:26, 27). «Yo os elegí a vosotros,… para que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo de.» (Juan 15:16). Orar en el nombre del Señor Jesús es más que hacer simplemente mención de su nombre al principio y al fin de la oración. Es orar con los sentimientos y el espíritu de Él, creyendo en sus promesas, confiando en su gracia y haciendo sus obras.

Dios no pide que algunos de nosotros nos hagamos ermitaños o monjes, ni que nos retiremos del mundo, a fin de consagrarnos a los actos de adoración. Nuestra vida debe ser como la vida de Cristo, que estaba repartida entre la montaña y la multitud. El que no hace nada más que orar, pronto dejará de hacerlo, o sus oraciones llegarán a ser una rutina formal. Cuando los hombres se alejan de la vida social, de la esfera del deber cristiano y de la obligación de llevar su cruz, cuando dejan de trabajar fervorosamente por el Maestro que trabajo con ardor por ellos, pierden lo esencial de la oración y no tienen ya estímulo para la devoción. Sus oraciones llegan a ser personales y egoístas. No pueden orar por las necesidades de la humanidad o la extensión del reino de Cristo ni pedir fuerza con que trabajar.

El alma puede elevarse hacia el cielo en alas de la alabanza. Dios es adorado con cánticos y música en las mansiones celestiales, y al expresar nuestra gratitud nos aproximamos al culto que rinden los habitantes del cielo. Se nos dice: «El que ofrece sacrificio de alabanza me glorificará.» (Salmos 50:23). Presentémonos, pues, con gozo reverente delante de nuestro Creador, con «acciones de gracias y voz de melodía.» (Isaías 51:3).

Adaptación del libro «El camino a Cristo» by Elena G. de White (1827-1915), 1993

Da el Décimo Primer Paso en El Camino a Cristo